Allen R. Pérez

En estos días he pasado trabajando y compartiendo estimulantes tertulias con amigas ateas muy reflexivas y atentas y como cristiano me ha complacido intercambiar puntos de vista, aristas y ángulos sobre un tema denso que se interna en las profundidades de nuestra psiquis.

Reconozco que el Dios monoteísta es el ser divino más ateo del universo. El Dios de nuestro tiempo es un ateo autócrata y no tiene asomos democráticos definitivamente, solamente Él es verdadero y las demás deidades son pura ficción. Esta afirmación es uno de los mejores autorretratos de Dios. Y Dios es el espejo de una humanidad en pena y con pocas dichas.

Mis interlocutoras describen dicha narración como egocéntrica, narcisista e infantil que refleja una profunda inseguridad y un celo cruel e inexpugnable, aunque basadas en la literalidad de la Biblia, también pueden ver a «otro» Dios que exhibe virtudes. No pude menos que coincidir con ellas por cuanto ello se demuestra en el propio texto sin contextualizarlo.

Yo me apunto que hay que hacer una distinción entre Dios y las ideas casi infinitas sobre Dios, es decir, entre un SER y las especulaciones ineludibles que sobre Él se hacen.

La Biblia es un conjunto de libros que habla «sobre el ser del ser» y su propósito redentor. Claro que es un deber intelectual aceptar que este conjunto de libros se escribió en masculino -testimonio de la preponderancia del discurso patriarcal de poder- como en casi toda explicación religiosa del cosmos que hoy se puede documentar.

Claro, pero tu «Dios es horroroso, cruel y hasta sanguinario», me aluden. «Sí y no», les contesto. En efecto, la Biblia comprende un conjunto de ideas sobre Dios -subrayo la palabra «ideas»- pues reflejaron y todavía reflejan la crueldad humana. La Biblia refleja un hecho inaudito que frustra a Dios mismo: lo creado es un fiasco, la humanidad se le ha convertido en una madriguera de antisociales pero con profetas y gentes que buscan la rectitud.

Las culturas semitas -árabes incluidas- contaron lo que sucedía sin mucho tapujo, desde los más abominables crímenes hasta los relatos de amores sublimes.

Si Dios inmanente es un lago tranquilo, no es raro ver en sus aguas el devenir grotesco de la especie humana en sus interminables vicisitudes paranoicas y castigadoras. En medio de tanto caos no es extraordinario observar la multiplicación de tantas denominaciones y sectas.

Quiero decir que las ideas sobre Dios como búsqueda de un sentido mayor a la existencia están determinadas por el devenir histórico de su larga presente búsqueda. Dios (las casi infinitas ideas sobre Dios) se encuentra atrapado por los hilos del espacio y del tiempo. Dios no se narra a asimismo; lo narran hombres y mujeres de variada educación, de tiempos distantes y desde regiones distantes para la época.

Dios habla de su persona en boca de otros. A mi juicio, el otro rostro de Dios, el inmanente, el misterioso, el que no tiene forma, es omnipresente y silencioso. Y es con el nacimiento de Jesús que Dios se renueva con un verbo fresco y controversial. Y no creo que Jesús fuera el primero en encender la llama vivencial de Dios, pues antes y posteriormente lo hicieron otros y otras.

¿Qué ocurre con el Dios del lago calmo? ¿Qué ocurre con ese Dios que ningún ser humano puede describir en cuanto a su materialidad y energía ontológica? ¿Cómo se formó si es que alguna vez nació? Nadie ha dado en el clavo. El misterio es absoluto. Reitero que a este misterio lo llamo «Dios-Ser». Suscribo la tesis que todo fenómeno tiene causas, una multiplicidad de causas, y es frecuente no conocerlas ni de cerca siquiera todas por lo que siempre esta interrogante será un campo abierto de agregados y desestimaciones.

Mi tesis es que el Dios-Ser no está sujeto a ninguna forma o norma de causalidad, ni se encuentra sujeto al tiempo y al espacio, porque Dios ES, simplemente ES, y simplemente no hemos tenido cualidades para conocerlo y explicarlo en dicho estado.

El Dios-Ser no puede ser el principio ni el fin de nada, no es Alfa y Omega, nada lo precede, no es la primera causa, no es la última causa; el Dios-Ser es la negación absoluta de la «nada», pues por Dios mismo nunca ha existido «nada». Entonces, ¿qué queda? La imposibilidad de explicar a Dios en los términos antes referidos. ¿Que nos queda? El caminar milenario de buscar, o al menos intuir, las sombras esquivas y solapadas de Dios y reconocer que nuestra capacidad para conocer tiene límites. Puede ser que Buda lo supiera pues de ninguna deidad habló, sino del conocimiento de la mente para liberarnos por cuenta propia de nuestras propias atrofias existenciales.

Ahora bien, la Biblia sería de poco significado espiritual para mí si la historia sobre Jesús no hubiera entrado en escena. Hablamos del reformista por excelencia, del revolucionario, del innovador necesario, del Maestro que pone sobre un pináculo el tema del amor sublime y redentor, el que se adentra en el sufrimiento del alma y su liberación. A mi modesto juicio, con Él nos encontramos ya no con el castigo divino sino con la redención divina.

En todo caso, mis estimables amigas, piensan que adoptar la fe en Dios hace más daño que bien, además de que no es posible demostrar su existencia. Concuerdan con admirar la ética cristiana como paradigma fiable y exigente. Y este servidor no desestima la verdad de la historia que narra inimaginables aberraciones nacidas en iglesias y comunidades cristianas; no olvido tampoco los sacrificios de incontables cristianos que armados con el verbo de Jesús a la humanidad han hecho bien.

La moral de Jesús es mi utopía, la estrella a seguir y la que me permite seguir caminando. Lo que he dicho me pone a la deriva, lejos de las corrientes cristianas predominantes dentro del cristianismo y lo asumo como inevitable y natural. El cristianismo neutral no existe.

En todo caso, el ateísmo de mis amigas no nos separa y esperamos celebrar la Navidad juntos. Con independencia de cualquier otra consideración, me alegra constatar que el mensaje de Jesús sigue vigente y, por supuesto, siento júbilo recordarlo bien, con amor, en su cumpleaños.

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