Por: Raul Martinez Quiroz.

Este es mi primer escrito para el boletín Unitario Universalista en idioma castellano. Tras mucho pensar sobre qué escribir exactamente, no encontré algo mejor que dar un testimonio personal de cómo comenzó mi vínculo con la comunidad. Perdón desde ya, por favor, si en estas primeras páginas deba ser autorreferente.


Aquel verano austral de 2003

Raul Martinez Quiroz- Aquel viaje a la libertad
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Raul Martinez Quiroz- Aquel viaje a la libertad

Quiero remontarme al 2002. Tenía entonces 24 años de edad. Año difícil en lo personal. Había dejado la universidad pese a que me quedaban un par de meses para egresar. La confusión me asediaba en aspectos teológicos, estaba ya más convencido de mi innata orientación sexual, el establecimiento religioso a mi alrededor era algo sofocante y necesitaba sinceramente experimentar algo crucial. Preveía un futuro inmediato duro y debía prepararme ante tal escenario. Tenía miedo y ya sentía la pena ante una eventual salida de la “pecerita”, denominación metafórica y cariñosa de la congregación de los Testigos de Jehová a la que pertenecía en aquellos días. Debía antes que todo meditar mucho y procurar estar en paz antes de salir al mar abierto, lleno de sorpresas, peligros y otras realidades.

Un poco antes que comenzara el 2003, entre Navidad y Año Nuevo, tuve la ocurrencia genial de hacer algo alternativo, revolucionario conmigo mismo, en honor a mi afición por la bicicleta y al espíritu outdoor. Tomé la decisión de emprender un viaje por la loca geografía del sur de Chile, nada más y nada menos que pedaleando en el vehículo de dos ruedas, con tienda y mochilas como equipaje. Partí la mañana del día dos de enero del 2003 desde mi casa en la costa central de Chile (Ciudad Puerto de San Antonio), despidiéndome exclusivamente de mis padres, con destino a donde comienza en estricto rigor la Patagonia, aquella vasta extensión geográfica compartida con la Argentina, aproximadamente en el paralelo 36 grados de latitud sur, y en donde un querido hermano espiritual y amigo que en aquel entonces estaba misionando (lo llamaré H por la inicial de su nombre). Él estaba asignado en una zona conocida como Santa Bárbara – Alto Bio Bio. Había estado con H justo allí un año antes, para apoyarle en las actividades de la congregación, muchas de las cuales debían realizarse en el espacio rural donde los últimos

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Tomé la decisión de
emprender un viaje por la loca geografía del sur de Chile

remanentes de los pueblos mapuches (pehuenches en aquella zona en específico) aún se resisten a desaparecer y donde los volcanes, los ríos torrentosos, los bosques nativos y los gélidos lagos andinos otorgan un sello de paraíso sobre la tierra, el lugar preciso donde quería estar para sentirme libre, para meditar y para comenzar el ejercicio de despedida de la organización en la cual fui creciendo, porque, como señalé anteriormente, tenía el presentimiento de que pronto se vendría un adiós definitivo.

Entre la salida de casa y la llegada al destino donde se encontraba mi amigo misionero H tomé seis días. Hice cientos y cientos de kilómetros arriba de mi bicicleta siguiendo la carretera a y algunos caminos secundarios altamente frecuentados por camiones y vehículos por ser temporada estival, necesitando en algún momento tomar un bus y hasta un camión de carga para no extenuarme en demasía a lo largo de este eterno trayecto digno de un deportista de alto rendimiento. Tenía un buen estado físico pero debía evitar fatigarme. Era mi primera travesía como tal en ruta abierta, aunque venía practicando la bicicleta desde varios años antes. Como anécdota de aquellos tramos por la Panamericana, otro ciclista en ruta proveniente de las desérticas tierras de Atacama compartió el trayecto conmigo por algunas horas y me dio muchas recomendaciones para que todo fuera más soportable. Para pasar la noche acampaba en mi tienda y tuve que solicitar hospedaje solidario en casa de dos misioneros jóvenes Testigos de Jehová que conocí en una localidad muy particular a medio camino, a la cual debí dirigirme en busca de suministros y descanso. Tal pueblito del centro sur que parecía detenido en el tiempo me acogió por unos días. Tenía una escasa población, con muchos hombres sin trabajo y sumidos en el alcohol por lo que logré percibir tras pasar por la plaza central, y que inspiraba un grado de olvido y falta de oportunidades, pero que resultaba acogedor y hermoso porque tenía de telón de fondo la nevada cordillera de los Andes. Fue allí donde recibí el primer gesto de lo que se conoce como la cristiana hospitalidad.

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Aquellos restantes kilómetros de pedaleo durante el día, a pleno sol
y rodeado de bellos paisajes, hicieron encontrarme con la libertad

Tres noches de estadía a cambio de colaborar con las labores domésticas y apoyar el discipulado fueron bien ganadas. Y no solamente fue apoyar en lo cotidiano, fueron además, días de un grato compartir e incluso sentir algo especial, y a primera vista y quizá mutuo, por uno de los visitantes en la casa, un hermano espiritual de mi misma edad (lo voy a llamar D por su inicial de nombre), oriundo de Santiago, que se encontraba vacacionando con mis anfitriones misioneros. Con D logré empatizar rápidamente, me atraía su timidez y su aspecto tranquilo. Fueron muchas las conversaciones sostenidas entre él y yo durante mi permanencia, muchas de las cuales giraban en torno a las realidades dentro de una agrupación religiosa. En esos momentos comprobé una vez más lo que realmente yo era y sentía, aunque con un grado leve de confusión. Cuando se cumplió el plazo de permanencia con D y con los otros muchachos debí seguir mi trayecto. Tras una cálida despedida de todos ellos, y en especial de D (llegué a mantener con él una linda amistad a posterior), tomé mi bicicleta con el equipaje arriba y me dirigí hacia el sur. Faltaba un día para llegar a Santa Bárbara-Alto Bio Bio, la meta final hasta ese momento. Aquellos restantes kilómetros de pedaleo durante el día, a pleno sol y rodeado de bellos paisajes, hicieron encontrarme con la libertad, esa libertad de desprenderse de todas las rutinas citadinas y de disfrutar de cada cosa a lo largo del camino. Fue como entrar en una fase infinita de mochilero hippie y libertario, sin estructuras mentales, sin prejuicios, abierto a lo que viniera, dispuesto a neutralizar todo lo que me venía incomodando. Fue de cierta forma una ocasión para viajar al interior. Una reivindicación de la esencia nómade del ser humano, tal como lo eran los ancestros miles de años atrás. La naturaleza y la aventura fueron la terapia precisa. Estaba en paz.

Cuando llegué finalmente al destino Santa Bárbara-Alto Bio Bio, por fin me reuní con mi amigo H y al verme él llegar en bicicleta se impactó de la forma de mi arribo, mostrándome luego su cómplice alegría. Él solidarizaba con mi espíritu alternativo. Con él estuve varios días en la sencilla casa misional que ocupaba. Fueron en rigor aquellos los últimos días de participación activa en mis deberes teocráticos, entre los cuales estaba el dirigir las reuniones de adoración y estudio de la revista La Atalaya, el salir a la predicación de casa en casa y el realizar el estudio personal. Era la ocasión para comenzar a despedirme lentamente de todo aquello y despedirme de mi amigo H, por cierto. Tras dejar oficialmente la congregación meses más tarde, mi forma de relacionarme con él cambió, y era obvio que eso sucedería a causa de una política muy estricta que estipula que todo quien deja de ser miembro de la congregación no debe ser saludado ni relacionado como amigo, familiar o socio comercial inclusive.

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Fue como entrar en una fase infinita de mochilero hippie y libertario,

Tras dejar Santa Bárbara – Alto Bio Bio no sin antes despedirme por última vez de mi amigo H y de las hermanas y hermanos que conformaban el grupo allí, decidí seguir mi travesía. Admito que sentía en ese momento una sensación extraña, de pena porque sentía que había perdido de cierta forma a H. Sin embargo, quería ir más al sur, más lejos, a las tierras ancestrales de los mapuches, conocida en lengua originaria como Wal Mapu, llena de maravillas de la naturaleza, talvez como una escapada, como una nueva etapa hacia una difusa libertad. Seguía requiriendo así de más espacios e instancias de introspección, de enfrentar valientemente esa crisis que había aparecido varios meses atrás y en donde el principal acompañante era yo mismo. Y yo mismo era quien podía superarla. Visité otros pueblos, compartí con otros misioneros, hermanas y hermanos de fe, conocí personas maravillosas y me deleité en la insolencia de la geología de aquellos confines del mundo producto de tantos terremotos, erupciones volcánicas y glaciaciones desde tiempos inmemoriales. Fueron ocasiones memorables, llenas de sorpresas y alegrías. Yo me di a querer entre mis nuevos conocidos porque realmente tenía impregnada esa liviandad de carácter típica del viajero desprendido, por lo cual podía empatizar bastante y me mostraba tal cual he sido siempre, una persona sencilla y afable.

Mi viaje finalmente culminó a orillas de un lago conocido como Calafquen, a los pies de uno de los volcanes más activos del mundo, el Villarrica o Ruka Pillán en la lengua de los mapuches, famoso por sus explosiones caprichosas y por dar origen a muchos manantiales termales en un amplio radio alrededor. Recuerdo, por ejemplo, haber estado a altas horas de la noche metido en una pequeñísima laguna de agua termal directamente venida del subsuelo, con agradable temperatura, observando el firmamento y en especial a la Cruz del Sur. En otra ocasión intentando cruzar un parque nacional al atardecer, una violenta y repentina lluvia acompañada de una helada hizo que me extraviara y me desorientara en el camino. Debí ser socorrido por unos turistas en vehículo, quienes amablemente me regresaron al punto de partida. Fue una situación algo adrenalínica pero primó en ello la calma y el sentido de supervivencia. Era ya el tiempo de inflexión en todo el viaje. Meditaba y seguía meditando, haciendo balances de los días viajados y de lo sucedido en los últimos meses.

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Meditaba y seguía
meditando, haciendo balances de los días viajados y de lo sucedido en los últimos meses.

Estaba aproximadamente a 850 kilómetros de mi casa. Si bien quería seguir más al sur, el clima demostraba su crudeza, tradicional en aquellas latitudes. Escaseaba ya el dinero y la comida. Extrañaba la casa, extrañaba la familia, extrañaba a mis hermanas y hermanos espirituales y amistades. Se hacía necesario retomar la rutina y volver a la realidad. Ya con menos energías, me hice el ánimo de pedalear varios kilómetros hacia el norte para tomar el bus de regreso a Santiago, y desde allí ir a mi casa en la costa. En todo el viaje hice fotografías hermosas, de las mejores. Soy un apasionado por el arte fotográfico. Desafortunadamente al llegar a la capital, una mochila con la cámara fotográfica análoga adentro se extravió en la terminal rodoviario y nunca logré recuperarla. Dolió no disponer de este material gráfico como recuerdo. Pero en fin, los mejores recuerdos se llevan en la mente. Y tales recuerdos están muy grabados en mente y corazón. Solamente mi bitácora se salvó de tal extravío y la he conservado como un tesoro.

A finales de aquel enero de 2002 arribé a casa. Un cuerpo flaco, una piel quemada por el sol y una barba casi al estilo náufrago causó impacto en mis padres. Pero yo me sentía de maravilla. Ellos estaban felices de verme. Fue prácticamente un mes para esta loca aventura que se llegó a convertir en la mejor de todas hasta la fecha. No me sentía tan en crisis por aquellos días. Había respondido ciertas interrogantes y me convencía de que si se presentaba lo peor, Dios seguiría conmigo. En mi querida congregación de San Antonio, a algunas hermanas y hermanos de tendencia más conservadora no les pareció del todo bien que un joven como yo hubiese hecho ese viaje en bicicleta. Opinaban que había sido imprudente, inapropiado para un Testigo de Jehová, a fin de cuentas una locura riesgosa. Los más jóvenes de mi congregación, en cambio, se deleitaron con mi relato de travesía. Comenzaron algunos a tenerme en la mira como un hermano algo atípico. ¿Cómo no se dieron cuenta antes? Yo siempre me consideré atípico. Pero pese a ello, estaba extrañamente tranquilo. Sentía a Dios conmigo y le pedía en oraciones señales.

Los meses posteriores no vinieron fáciles. Los efectos tan positivos de mi viaje comenzaron a disiparse y volvía a sentirme incómodo, extraño. Seguía realizando mis deberes espirituales pero ya no aguantaba más. Dejé de ir a las reuniones y a la predicación. Estaba desorientado y confundido. Aquellos síntomas alertaron a los hermanos de congregación con más experiencia. El peor escenario era dejar de ser oficialmente TJ y ver cambiado drásticamente el mapa social, o mejor dicho, perder ciertos vínculos familiares y de amistades que para mí eran preciados. Ante tal incomodidad dentro de mí, decidí hablar sinceramente con los ancianos de mi congregación en el mes de mayo de 2003. Necesitaba consejo pero a la vez necesitaba expresar lo que me ocurría y que deseaba tomarme un tiempo para pensar. Hubo reuniones especiales con los ancianos (pastores), y como decidí asumirme y aceptar que estaba compartiendo sinceros afectos con otra persona, se decidió mi salida. Lo que más temía ocurrió finalmente en octubre de 2003. Debí dejar la congregación en sentido oficial y eso implicaba estar en un proceso de aislamiento hasta que yo decidiese regresar. No opuse mucha resistencia al veredicto porque sinceramente no me sentía del todo feliz. Hice todo cuanto estuvo a mi alcance para revertir tal sentimiento pero no lo conseguí. Al parecer se había cumplido un ciclo. Mi salida causó mucho impacto y pena entre la hermandad. Era como si yo hubiese muerto. Recuerdo que lo último que dije a los ancianos fue: “sé que algún día regresaré, y les prometo que me voy a cuidar “. A la fecha no he regresado y veo difícil hacerlo si no se mejoran ciertos aspectos doctrinarios. ¿Quién sabe? Si llegara a hacerlo algún día sería más a mi manera, a mi manera sencilla, con una visión más propia y con mayor libertad o amplitud de mente.

Los meses posteriores fueron de mucha nostalgia porque extrañaba muchísimo a mis hermanas y hermanos de fe, y los muchos momentos hermosos vividos. No voy a negar que aprendí muchísimo estando dentro de mi comunidad y mi esencia idealista actual fue consolidada por los años de participación. El mayor legado ha sido pensar y creer de corazón en una sociedad humana mucho mejor, plena, conforme a las enseñanzas maestras y profecías en las cuales sigo creyendo. Lo demás, lo que pudo incomodarme, complicarme y confundirme ya fue superado. No hay rencores ni odiosidades. Muy por el contrario. Quedarse con lo bueno es lo más sano. Muchas visitas al psicólogo ayudaron a sobrellevar la remanente nostalgia y asimilar el nuevo escenario existencial. Me puse a trabajar con dedicación en mi rol de profesor para distraerme. No obstante, muy a fines de 2003 comenzó a salir el sol plenamente. Misteriosamente seguía sintiéndome bendecido. Aparecieron personas maravillosas que me han acompañado hasta la actualidad, pasando a formar parte del nuevo mapa social que emergió en ese año. Llegué a dejarme barba, no recomendada de usar en mis años previos. En 2004 retomé la universidad en Santiago, me fui de viaje a Argentina para empoderarme más a mí mismo y comencé a tener ciertos acercamientos tanto presenciales como por internet a ciertas comunidades cristianas abiertas a la temática LGBTQ. En aquel momento pude indagar más sobre la inclusión de estos grupos espirituales, entre los cuales llamó la atención el Unitarismo Universalista, de la cual ya había leído algo en 2002, en plena crisis. Comenzaba definitivamente a dar vuelta la página. La libertad sana de ser y de vivir como lo dicta esa sabia intuición había prevalecido. Había ya paz. Lo demás sería otro viaje por la vida, con o sin bicicleta.

Aquellas reflexiones que quedan

La libertad es uno de los principios humanos más valorados. Es a fin de cuentas un derecho y también un deber con uno mismo y con el prójimo. La libertad fue emblema de los antiguos maestros. Moisés, Buda, Jesús y Mahoma se refirieron a ella como un objetivo de vida ante las circunstancias adversas u opresiones que pueden hacernos infelices.

Muchos de nosotros nos hemos sentido sofocados o hasta impotentes momentáneamente por una serie de factores que nos pueden quitar esa libertad básica de ser, de elegir, de expresar. Pero ¿qué pasa cuándo nos ha tocado estar dentro de un grupo, independiente de que sea este espiritual o no, en que nos sentimos cargados por una mochila de deberes, restricciones e incluso preconceptos, restándonos así el gozo espontáneo, natural? Lo más probable es que surja un sano deseo de libertad, pero no de una libertad negativa o un libertinaje, sino de una libertad que nos invita buscar el camino que nos llene y que nos haga fácilmente felices conforme a los principios en los que creemos, y muchas veces en un entorno que pudiera sernos adverso, que nos juzgue o que nos cuestione. Ante tales circunstancias, la libertad en sí se convierte en un motor poderoso, se convierte en una ley flexible para defender nuestros actos, una ley que por cierto resulta sumamente agradable de respetar porque no se impone, surge de la propia voluntad. Y la libertad invita al respeto, a la inclusión.

Y de seguro, todas y todos hemos crecido en ambientes no del todo inclusivos, contaminados por el machismo, la homofobia, el racismo, la etnofobia, el clasismo y cuanta fobia más. Ser LGBTQ, por ejemplo, sigue siendo difícil en muchos rincones del orbe, incluso

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Ser LGBTI, por ejemplo, sigue siendo difícil
en muchos rincones del orbe…

en aquellas sociedades en las que se han conseguido importantes avances en derechos tales como el matrimonio igualitario, la adopción homo parental, la identidad de género y otros más. Nuestra Latinoamérica registra en 2016, por ejemplo, la mayor tasa de crímenes reportados hacia personas trans a nivel mundial, según estadísticas de las ONGs especializadas. ¿Qué fomenta estos crímenes?, ¿cómo se pueden evitar?, ¿cuán importante es el rol de la religión o la espiritualidad a favor de los derechos y de la felicidad de las personas LGBTQ?, ¿cómo una persona LGBTQ puede sentirse parte de un propósito mayor o cosmovisión inclusiva, sin sentirse sucia o repudiada? Si ya existen comunidades espirituales y religiosas abiertas, entonces podemos contribuir con mayor entusiasmo y libertad a la cultura de la no discriminación. El activismo basado en la sana espiritualidad se ha probado como una forma efectiva de cambiar, reeducar y desarrollar las mentes hacia lo positivamente vanguardista, hacia ese vanguardismo a favor de la dignidad, de los derechos humanos. La humanidad siempre ha sido diversa y no hemos sido concebidos como clones los unos de los otros. Desde ya podemos reflexionar en que Jesús, según algunos análisis de los textos bíblicos, nunca profirió un gesto discriminatorio o de odio hacia una persona homosexual. La diversidad es parte de la naturaleza que nos rodea. Cuidemos la diversidad humana e incluso la diversidad de animales, plantas, unicelulares y minerales.

Y ya adentrados en el siglo XXI, las redes sociales, las tecnologías, el uso muy sobrevalorado del automóvil y el crecimiento de los centros urbanos a causa del acelerado aumento de la población mundial nos han marcado profundamente. ¿Cuál ha sido el costo?, o mejor dicho, ¿cuáles han sido los costos? Las respuestas que daríamos serían muchas, por ejemplo, las enfermedades, las desigualdades sociales, el daño medioambiental. Y es al respecto que quiero referir un poco más. El actual modelo de vida, adoptado

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El actual modelo de vida se ha sustentado en el
uso indiscriminado de los recursos naturales.

inicialmente por Occidente y luego irradiado al Oriente, se ha sustentado en el uso indiscriminado de los recursos naturales. Esa conexión íntima con lo natural, con los ecosistemas se ha tornado más débil, casi eventual en ciertos aspectos. ¿Cuán felices seríamos si en vez de jugar con videojuegos bélicos jugáramos con los pájaros?, ¿cuánto ayudaría tratar o prevenir una depresión o una determinada enfermedad permaneciendo no necesariamente dentro de un recinto médico cerrado sino que interactuando con el mar, con el sol, con los árboles y con los animales? De seguro, más de uno entre nosotros ama arrancarse el estrés citadino descansando en la montaña o en las proximidades del mar, o simplemente estar recostado sobre el césped de algún parque viendo pasar las nubes, viendo jugar a los perros o dejarse mojar por el agua que riega la vegetación. La naturaleza es el regalo que nos queda, es fuente de felicidad y cura para muchos males. Tenemos la responsabilidad de cuidarla, de lo contrario hasta nuestra propia supervivencia y bienestar integral estarán en riesgo, que de hecho ya lo están tristemente, pero algo se puede hacer porque queda tiempo para concientizar y actuar. Cada gota de agua, cada molécula de aire puro, cada célula tiene un valor intrínseco. Somos a fin de cuentas un componente más del ecosistema, una pieza más de un gran engranaje biológico y cósmico, de esencia libre, diversa y con tantas cualidades más que podríamos nombrar.

 

Entonces invitémonos cada día a viajar en libertad, en diversidad y en sustentabilidad…

Sin olvidarnos de la bondad, de la fraternidad, de la solidaridad, de la igualdad, de la felicidad…

Y mucha PAZ en cada lugar donde estamos y a donde iremos…

 

 

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La Iglesia de la Gran comunidad es parte de “Church of the Larger Fellowship”, que es una congregación Unitaria Universalista con más de 4000 miembros. Somos comunidad espiritual en línea sin limitaciones geográficas. Unitarios Universalistas, Unitarios y Universalistas de todas partes del mundo encuentran comunidad, inspiración y consuelo en nuestros sermones, homilías y reflexiones.
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